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jueves, 31 de octubre de 2013

En la noche...

Salí al callejón solo para ver el brillo de la luz de neón del Club chapoteando en los charcos del aguacero de la tarde, proyectando un mundo paralelo en el pavimento agrietado.
No podía respirar. Dentro de mi apartamento había un denso desconsuelo, una luz demasiado sutil para poder ver claramente la realidad. La Betty salió a fumar su cigarro pasado de moda, empuñándolo en sus manos temblorosas y llenas de anillos oxidados que le manchan los dedos. Yo conozco esas manos muy bien. Alguna vez me abrazaron cuando de niña corría al Club escapando a tropezones de la tristeza de las tardes de escuela, en que nadie me esperaba con el almuerzo caliente.
En la alfombra gaseosa de la noche, oscuridad sin luna, apenas me entretuve inundada de preguntas mientras la Betty absorbió el último destello de su cigarro. De golpe mi cuerpo se desdobló de un dolor ya conocido, como si cada poro de la piel exhalara un grito. Era yo quien gritaba, tan fuerte que se me acababa el aliento.
Nadie encendió la luz. Ninguna ventana se abrió. Yo abrí la mía de par en par, mientras un líquido tibio empapaba el piso del balcón. Esta vez me incliné hacia el barandal, como cuando jugaba con papá de “sustos”, y el final del juego me dejaba alergia en la cara por la picadura de su barba en mi mejilla, y el olor gris de su colonia de pulpería.
Una brisa lejana me llegó como una salvación diminuta, entró a tientas hasta inundar mi habitación de una música fría. Es como si la hubiera visto pasar sobre mi sábana arrugada e inmunda, para dejar con ella el olor de los potreros, y el vestido de algodón impregnado de humo de leña en las vacaciones de julio con abuela.
Sonó el teléfono. Había sonado toda la noche, pero era como los pitos de los carros en la calle 10. Yo ya no los escucho más. Esta vez me levanté queriendo escuchar una voz nueva. Desarrugué la cama, me deshice del líquido tibio, y me lancé de nuevo en la noche.