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miércoles, 8 de enero de 2014

Amor de temporada

Puede sonar cliché, pero amo las vacaciones anaranjadas de diciembre. Siempre las he amado. Aunque debo confesar que no recuerdo mucho de ellas cuando era niña. La verdad no recuerdo mucho de toda mi etapa de infancia, con algunas excepciones: confeti en mi boca y en el piso de mi cuarto luego del avenidazo de San José, un redondel de toros descomunal y multitudes de gigantes majándome los zapatos talla 29 en las fiestas de Zapote, largas esperas en la sala los 24s y 31s con mis hermanos y mi mamá hasta que llegara papá, con la única satisfacción de ponerse ese día la ropa de estreno… Recuerdos agridulces, de tardes invencibles y noches irresolutas.
Poco a poco, lo agrio se desvaneció en la certeza de la seguridad adulta. 
Es cierto que la Navidad es un invento, pero la mayoría del tiempo saca lo mejor de la gente…aunque sea por poco tiempo. Muchos me criticarían de ser una enajenada de la burbuja comercial y consumista de los vientos festivos de fin de año, y acepto mi convencionalismo. Pero no se imagine que soy de las que le pone ornamenta al techo del carro, sombreritos de santa a los asientos, o de las que desempolva las coronas y las luces multicolores chinas desde octubre y hasta febrero. No. En mi casa pasan los meses, y lo más que cambia la decoración es cuando mi gata Lola se apodera de alguna esquina nueva con su pose de adorno contemporáneo.
Pero sí atesoro ese viento malcriado que me hiela las mejillas, el coro de la "Navidad sin ti" en el chinamo piso e' tierra con olor a guaro y pupusa, las comilonas bacanales del abecedario de "vitaminas" decembrinas, el instinto piromaníaco haciendo de las suyas hasta en los barrios más aburridos, y sí…hasta el lamento tácito del despilfarro de los regalos, que al fin y al cabo fui feliz de poder dar. Así de corriente soy, así de convencional, así de ordinaria. Hasta que llegue el próximo amor de temporada.

domingo, 8 de diciembre de 2013

El camino de mi llanto

He reservado la caída de un telón abismal
para que se quiebre mi llanto.
Lo he esperado
como se espera un río de barcos invencibles,
que me avanzan como arañas  
y nacen y mueren,
esparciéndose en lágrimas inútiles.

Yo quiero ver la procesión de mi llanto
convertirse en otra metamorfosis del viento.
Exiliar los olvidos,
y verle pasar en los desfiles
alzando su bandera entre las inundaciones.

miércoles, 27 de noviembre de 2013

Sueños desnudos

Era uno de esos días. La mañana blanca y repetida, el despertador cortando los minutos como un cuchillo sin filo.
El sueño desnudo y azul de la madrugada se me estrelló en la frente como una ola enfurecida.
Nunca te nombró mi pensamiento. Nada me trajo tu recuerdo. Ni la canción suavecita que me susurró la radio, ni mi piel envejecida y bordada de tu tacto de hace tiempo.
Nada me hizo suponer tu presencia, ni auscultar la memoria de esa voz sedosa: perfume lejano y dulce.
No vi la luz roja sino hasta que dejó estelas de cometa en mis ojos somnolientos. 

_Cuánto tiempo ha pasado?_ Te pregunté con la primera bocanada de aliento.
_Sin vos no ha pasado el tiempo_ me dijiste en silencio como en un arrullo nuevo.

Otra vez el despertador. De nuevo aquel cuchillo sin filo cortándome el sueño.

miércoles, 6 de noviembre de 2013

El 1, el 2 y el 3... (como la canción de Mecano)

Entró al ascensor todavía con el pensamiento invadido de razones y un destello de rabia apretándole la cabeza en vaivenes de olas eléctricas.
Para ese momento la puerta metálica se cerraba lentamente, igual que todas las posibilidades que había imaginado antes de la reunión.
Las palabras seguían revoloteando en el aire como pájaros negros, tan cerca que podían lastimar sus oídos.
En medio del aguacero de confusión, se percató de que el ascensor no se movía a ninguna parte, y que no había tocado el botón de subir.
Apretó el botón del tercer piso, pero en vez de eso hubiera querido ir a lo más alto de un rascacielos que lo separara rápidamente del suelo, de la superficie, que lo transportara inevitablemente lejos.
Quería una nueva perspectiva, una ventana nueva, un aire más ligero.
La puerta se empezó a cerrar lentamente, cuando escuchó unos pasos chillones y apresurados acercándose en pequeñas zancadas.
Quiso ignorarlos, abandonar el piso, quedarse solo en ese espacio diminuto y cuadrado, y prepararse en silencio para llegar al nivel tres en total ecuanimidad y anonimato.
A regañadientes presionó el botón de abrir, dejando entrar un aluvión de perfume y de canciones de pulseras coloridas.

-¡Gracias!- le dijo ella.
-¿A cuál piso?-le preguntó él con una voz débil.
-Al 3-, recitó ella con una emoción infantil. -Hoy es mi primer día-.
-Qué curioso, hoy es mi último-, dijo él.

La felicidad inocente de ella se transformó en un silencio lleno de preguntas. El la miró por primera vez completa, y sintió sus últimas palabras como si un río imprevisto y fresco mojara el rencor, el hastío y ese mar arenoso que se escondía en sus ojos.
La puerta se abrió en el piso 3, y el piso 3 se inundó en una marea de carcajadas.

martes, 5 de noviembre de 2013

Poema a medio dormir...


Ninguno, nada, nadie
Solo ausencia hay en el tiempo
Un carro de fuego que camina por mi espalda
Abriendo cicatrices de sal de par en par, 
que voy apagando con mi propio aliento.

Si me callo te escucho, con un esfuerzo obsesivo te siento
Te encuentro con los pies, con las yemas de los dedos, con una ilusión infantil Te hago existir toda la noche despierto.


Poema a medio dormir

viernes, 1 de noviembre de 2013

El desfile de los relojes

Tal vez si me llamaras por mi nombre ahora,
con esa voz de nieve,
con la canción de un aguacero de gotas blanquinegras,
me quedaría para ver el desfile de todos los relojes.
Sin cerrar mis párpados
como dos telones tristes y pesados,
te susurraría un camino dónde dejar tus huellas,
senderos de terciopelo y piel
de vientos caprichosos y caricias nuevas.

jueves, 31 de octubre de 2013

En la noche...

Salí al callejón solo para ver el brillo de la luz de neón del Club chapoteando en los charcos del aguacero de la tarde, proyectando un mundo paralelo en el pavimento agrietado.
No podía respirar. Dentro de mi apartamento había un denso desconsuelo, una luz demasiado sutil para poder ver claramente la realidad. La Betty salió a fumar su cigarro pasado de moda, empuñándolo en sus manos temblorosas y llenas de anillos oxidados que le manchan los dedos. Yo conozco esas manos muy bien. Alguna vez me abrazaron cuando de niña corría al Club escapando a tropezones de la tristeza de las tardes de escuela, en que nadie me esperaba con el almuerzo caliente.
En la alfombra gaseosa de la noche, oscuridad sin luna, apenas me entretuve inundada de preguntas mientras la Betty absorbió el último destello de su cigarro. De golpe mi cuerpo se desdobló de un dolor ya conocido, como si cada poro de la piel exhalara un grito. Era yo quien gritaba, tan fuerte que se me acababa el aliento.
Nadie encendió la luz. Ninguna ventana se abrió. Yo abrí la mía de par en par, mientras un líquido tibio empapaba el piso del balcón. Esta vez me incliné hacia el barandal, como cuando jugaba con papá de “sustos”, y el final del juego me dejaba alergia en la cara por la picadura de su barba en mi mejilla, y el olor gris de su colonia de pulpería.
Una brisa lejana me llegó como una salvación diminuta, entró a tientas hasta inundar mi habitación de una música fría. Es como si la hubiera visto pasar sobre mi sábana arrugada e inmunda, para dejar con ella el olor de los potreros, y el vestido de algodón impregnado de humo de leña en las vacaciones de julio con abuela.
Sonó el teléfono. Había sonado toda la noche, pero era como los pitos de los carros en la calle 10. Yo ya no los escucho más. Esta vez me levanté queriendo escuchar una voz nueva. Desarrugué la cama, me deshice del líquido tibio, y me lancé de nuevo en la noche.