Entró al ascensor todavía con el pensamiento invadido de razones y un destello de rabia apretándole la cabeza en vaivenes de olas eléctricas.
Para ese momento la puerta metálica se cerraba lentamente, igual que todas las posibilidades que había imaginado antes de la reunión.
Las palabras seguían revoloteando en el aire como pájaros negros, tan cerca que podían lastimar sus oídos.
En medio del aguacero de confusión, se percató de que el ascensor no se movía a ninguna parte, y que no había tocado el botón de subir.
Apretó el botón del tercer piso, pero en vez de eso hubiera querido ir a lo más alto de un rascacielos que lo separara rápidamente del suelo, de la superficie, que lo transportara inevitablemente lejos.
Quería una nueva perspectiva, una ventana nueva, un aire más ligero.
La puerta se empezó a cerrar lentamente, cuando escuchó unos pasos chillones y apresurados acercándose en pequeñas zancadas.
Quiso ignorarlos, abandonar el piso, quedarse solo en ese espacio diminuto y cuadrado, y prepararse en silencio para llegar al nivel tres en total ecuanimidad y anonimato.
A regañadientes presionó el botón de abrir, dejando entrar un aluvión de perfume y de canciones de pulseras coloridas.
-¡Gracias!- le dijo ella.
-¿A cuál piso?-le preguntó él con una voz débil.
-Al 3-, recitó ella con una emoción infantil. -Hoy es mi primer día-.
-Qué curioso, hoy es mi último-, dijo él.
La felicidad inocente de ella se transformó en un silencio lleno de preguntas. El la miró por primera vez completa, y sintió sus últimas palabras como si un río imprevisto y fresco mojara el rencor, el hastío y ese mar arenoso que se escondía en sus ojos.
La puerta se abrió en el piso 3, y el piso 3 se inundó en una marea de carcajadas.